Marruecos 2007

 

Caminé durante unos minutos por la arena que ascendía mientras observaba cómo la había perfilado el viento. La arista de arriba estaba afilada por los soplos de esta tarde, y era difícil mantenerse sobre ella. Caprichosamente se retorcía bajo la luz de la luna, lo cual hacía aún más embriagador el paseo. Al llegar al pico me paré, y observé cómo bajaba unos pocos metros antes de reiniciar el remonte  hacia la gran duna, atravesada por las pisadas de los camellos que habían subido esa misma tarde. Me senté y cogí un puñado de arena en la mano, que pronto se derramó entre los dedos. No es una arena como la de nuestras playas, sino mucho más gruesa, pesada y seca. No es una arena salada, y su olor  es casi imperceptible. Quería verla correr y encendí la  linterna. La suave brisa de esta noche jugaba con la superficie creando una capa fina de movimiento sobre toda la duna. A mi alrededor, silencio casi absoluto, y una oscuridad que lo envolvía todo menos el albergue de Erg Chebbi, a mis espaldas. Pero comencemos esta historia por el principio, hace ya unos días...


Día 7

Granada


Estábamos tan nerviosos que durante la mañana del primer día Úrsula no paraba de insistirme en llamar a Loli y Emilio, para ver por dónde iban en su bajada de Barcelona a Granada, el punto de partida. Allí íbamos a quedar con Juanillo para iniciar la Ruta como mandan los cánones, coincidiendo con los foreros que nos queden al paso. Y así fue. Los catalanes llegaron, dejamos su coche en Víznar, y bajamos al encuentro del de Alcalá para ver una procesión, la de Santa María de la Alhambra. Como siempre, vivimos los momentos especiales de reencontrarnos con un amigo del foro, y más aún en el caso de Juan, que sabe regarlos con todo tipo de risas. Tras despedirlo cenamos de tapas y recogimos para esperar a Javi y Nieves, que llegarían de madrugada desde Elche, para salir temprano hacia Ceuta


Día 8

Granada – Fes


Con todos ya en nómina, salimos dirección al Estrecho por la carretera de Málaga. Una vez allí el plan era el siguiente: Recoger los billetes en la Estación Marítima escoltados por José Luís, Antera, y desayunar con él antes de zarpar. Y así fue. Esta quedada estaba empezando con buen pie. Y con mejor comida. Disfrutamos una hora de este gran amigo, y embarcamos hacia África sin haber podido conseguir descuentos en el billete, al menos más barato que por Almería. El  barco fue un instante, comparado con los antiguos Ferrys que cubrían el trayecto. De modo que pronto estábamos viendo la colonia española . Y en Ceuta, apenas salir del recinto del puerto, otra sorpresa: Un tucson plata nos saluda y escolta hasta un ensanche de la calle de los concesionarios: es Jantoyo. Se había enterado de nuestra llegada y no quería perder la ocasión de saludarnos. Así que llenamos de gasoil a precio barato (vaya porquería de carburante que nos echaron) y salimos todos juntos hacia la aduana. Para rematar la faena, mientras cambiábamos Dirhams, apareció Antonio, y dejamos una hilera de tucson (hay la tira por estas latitudes) de lo más llamativa, allí, en los confines de España. Charlamos un rato y nos dirigimos hacia Marruecos, al otro lado de las vallas.
La aduana fue tan pesadita como suele ser la primera vez que se entra con un coche y un pasaporte al vecino del sur. Pero en una hora larga pudimos comenzar a rodar por las saturadas carreteras de la provincia de Tutuán, muy húmedas esa mañana. Decidimos seguir con la hora española para aprovechar mejor la luz del día, y pronto paramos a comernos los bocatas en la playa de Mdiq. Hasta pudimos mear gracias a unos agujeros que había frente a la playa, que nos cubrían hasta la cintura. Muy curioso, porque estábamos rodeados de gente... Bueno, pelillos a la mar y rumbo a Tetuán, que nos conformamos con ver desde fuera ya que había ruta para rato. Cogimos la salida hacia Chefchaouen, mientras los nuevos por estas tierras alucinaban del verdor del Norte de Marruecos. Por más que lo cuento, nadie se cree los prados, las montañas, las vacas, los ríos... que aquí se pueden contemplar, mucho más cercanos a los del Norte de Europa que a los nuestros. Perfectamente guiados por los GPS fueron cayendo kilómetros de carreteras principales saturadas y otras más tranquilas pero en peor estado, e incluso de una pista forestal con restos de asfalto que hizo las delicias de la zaga del Tucson. Vaya paisajes. Pueblos, gentes, ganado, vegetación... no parábamos de registrar todo lo que veíamos a nuestro paso, tan nuevo y tan especial a la vez. Y así llegamos a Fes, ya a oscuras, en medio del caos de su Medina.
Más liados que la pata de un romano, intentábamos llegar al hotel que habíamos seleccionado dentro de la guía, pero allí lo único que buscaban eran nuestras propinas. Dimos varias vueltas y gracias a los navegadores de unos y otros y a unos policías, siempre corteses, llegamos a la entrada de la muralla en la que se encontraba el hotel Cascade, así que extenuados ya por el trayecto, estacionamos dándole largas al guarda del aparcamiento, que no tardó en llegar. Así que decidimos acercarnos Emilio y yo a buscar al sitio mientras los demás esperaban en los coches cargados hasta los topes. La explanada era muy diáfana, y se encontraba entre dos murallas, la exterior y la interior, más decorada. Desde allí se veían una puerta, situada bajo nuestro plano, y una calle por la que bajamos rodeados de gente que más que ayudar, obligaba a que fueses ayudado por ella. Una portada muy decorada a nuestra izquierda, y a la derecha una plaza que quedaba enmarcada por la entrada a la Medina, bajo un formidable arco de herradura. Como la guía decía que había cafetines y restaurantes bajo el hotel, lo ubicamos allí, y decidimos preguntar a una niña de unos 10 años que pasaba. Rauda, nos metió por una callejuela hasta una placita colindante, y nos señaló una entrada: Bueno, ya estamos. Así que entramos, y pedimos que nos mostrasen las habitaciones después de comprobar que costaban solo 50 Dh (5 euros por barba). Oscuras como ellas solas, con los baños comunes, fue el cansancio y no su presencia la que nos hizo aceptar a riesgo de perder la cabeza a manos de las que se habían quedado en el coche. Y poco faltó. Así que a regañadientes nos acomodamos todos y bajamos a cenar. Eso sí que era un espectáculo: Brochetas, hariras, tajines y cous cous nos fueron acompañando durante toda la ruta a cual más bueno. Y allí, cenando, junto al arco de herradura, en un ambiente de bullicioso ensueño, las chicas descubrieron que el famoso hotel Cascade no era en el que nos alojábamos, sino uno que estaba apenas a 50 metro, con mejor presencia... Puñetera niña! Bueno, poco remedio tenía... así que terminamos de disfrutar de lo bueno, y entramos al viejo recinto a bromear, como siempre, hasta que el sueño nos venció.

 

 

Día 9

Fes - Meski


Bien temprano era cuando los primeros comenzaron a hablar. ¿Habéis escuchado el canto del almuédano de noche? Y al grito de guerra “vamos señores, que estamos perdiendo dinero” nos levantamos y  recogimos el parque por primera vez. Como se nos había hecho muy tarde llegando a Fes, la visita a la ciudad decidimos hacerla por la mañana. Así que nos echamos a la calle y volvimos a penetrar por el arco de herradura en busca del zoco de los curtidores, hasta el que llegamos conducidos por un guía. Parece increíble que entre las apretadas callejuelas de la medina, se pueda abrir un espacio tan grande lleno de tinajas para tintar las pieles más diversas. Los colores nos pusieron los pelos de punta, mientras permanecíamos escuchando el discurso del improvisado guía, guardián de la mezquita aledaña, sobre el proceso de tintado. Compramos algunas cosas pagando las comisiones del paseo con creces, y volvimos a los coches entre el bullicio.
La etapa hasta Meski era también larga, y queríamos hacerla lo más rápidamente posible para poder ver el lugar con luz de día y llevar ya en lo sucesivo ese orden, de forma que cada mañana nos echásemos a la carretera apenas desayunar. A la salida de Fes por la parte moderna pudimos comprobar que había varios hoteles de lujo con mucho mejor aspecto que los de la zona en la que habíamos dormido. Pero claro, con otras vistas...
Pronto fuimos ganando altura. Al paso por Ifrane, una ciudad que no desentonaría en Suiza, ya rondábamos los 1600 mt de altitud. Cerca, varias estaciones de esquí. A continuación, entramos en un bosque de cedros centenarios al que nos hemos prometido volver; los árboles, desde su solemne escala, albergaban una manada de macacos del Atlas que se aproximan son miedo algunos a los humanos. Allí, comenzamos a repartir ropa y zapatos a la par que adquirimos algunos fósiles y minerales.
Otra tirada más, y estábamos en una zona algo más árida, de gargantas entre importantes desniveles, pero con vistas a una parte del Atlas llena de nieve. Espectacular. Teníamos todo. El desierto y la nieve. Frente a frente. El frío y el calor. Y la emoción de haber emprendido por fin esta aventura.
Al camping de la Fuente azul, muy conocido entre los viajeros, llegamos a media tarde. Con tiempo de sobre de darnos una ducha y montar el tinglado para pernoctar en el maletero del coche. Todo un invento para viajar. Ya repuestos, cenamos en el mismo restaurante, ya que en Meski, pasado Errachidia, apenas había ni agua en las casas. La comida, previamente reservada, hizo las delicias de todos, dentro del menu que se iba a repetir habitualmente, pero con ensaladas que día a día nos sorprendían más por lo minucioso de su elaboración. Luego, estuvimos un rato escuchando un improvisado concierto de laúd marroquí en la tienda de un vendedor bastante avispado, que no quiso, no obstante cambiar nada por alcohol. Cosa que sí habría pasado fuera del camping, en un pequeña tienda a la usanza de las de allí, repleta de todo tipo de artículos, donde Javi pudo haber comprado una espada bastante barata, a cambio de alguna botella de las que llevábamos, pero nos dieron plantón.
De ahí, dando un paseo por una de las charcas que formaba la fuente azul, llena de ranas, y bajo un manto de estrellas, fuimos a descansar a  nuestros aposentos. La fatiga era tal, que creo que por los walkis se escucharon apenas un par de comentarios y caímos rendidos. La segunda etapa había concluido.

 

 

Día 10. Meski - Merzouga. El día más feliz de mi Tucson.

Salimos del camping por la mañana temprano, aprovechando el horario español, tras desayunar de los víveres que llevábamos, y alguno comprado en la tienda del sable la noche anterior. El paisaje se llenaba cada vez más de contrastes. Bajo áridas planicies, se abrían paso los valles fértiles de los ríos, en torno a los cuales se concentraba toda la vida de la zona. Era un salto tremendo entre ocres y verdes, seco y frondoso, aridez y vida. Y para deleite de nuestros ojos, la carretera serpenteaba paralela al valle mostrándonos todo el esplendor de cada pueblo rojo. Bulliciosos como siempre, la gente se abría paso entre el tráfico a base de bicicletas, que a veces se concentraban aparcadas, mostrando un espectáculo que jamás veremos en nuestro país.

Cada etapa era una sorpresa nueva, y nuestros ojos se abrían para captar todo lo que se les ofrecía, sedientos de colores variantes. Así, no era de extrañar que en mitad de una de las desiertas carreteras que comunicaban las poblaciones, diésemos un frenazo para observar un nuevo punto de atención de los que nos brindaba el camino. Tal fue el caso de la fuente roja que apenas vi con el rabillo del ojo y hasta la que entramos sin dudar ni un solo segundo al grito de “¡eeeh! ¿Qué es eso?”

Jamás había visto nada parecido. En mitad de un páramo completamente seco, ocre, teñido de muy escasa vegetación, se erguía una columna que lanzaba un agua blanca como pocas, espumeante, un gigantesco orgasmo de la tierra. No podíamos dar crédito, y por un momento los walkis enmudecieron ante el espectáculo. Luego, como posesos, bajamos del coche al unísono para captar aquel espectáculo de la naturaleza. El agua era ferruginosa, como la de la fuete Agria de las Alpujarras. Y allí permanecimos unos minutos observando y tocando, con ganas de lanzarnos a abrazarla, a mojarnos con aquella lluvia de espuma. Luego regateamos un poco en el puesto ambulante que estaba junto a la fuente, y del que quizás tardamos en percatarnos al principio.

El paisaje había cambiado irremisiblemente, y nuestro ánimo también. Ya estábamos envenenados de África, y Javi no dejaba de recordárnoslo con su canción. Pronto, abandonamos los valles fértiles y nos metimos de lleno en llanuras semidesérticas en las que la arena iba apareciendo poco a poco avisándonos de la cercanía de las dunas de Erg Chebbi. Y allí estaban. Nuestros ojos se inundaban de emoción y lágrimas, las teníamos enfrente, a lo lejos, naranja rojizo, imponentes, quietas, observándonos, sin decir nada pero contando todo lo que su naturaleza caprichosa les permitía contar. Solo una manada de camellos pudo sacarnos de nuestro estado de estupefacción. Con un paso solemne, avanzaban lentamente entre la tierra arenosa de la llanura, solos, y no tuvimos más remedio que parar a mezclarnos con ellos sintiéndonos también africanos. Fue un poco más adelante cuando surgido de la nada, apareció un niño al que Loli vistió como si de su hijo se tratara ante la emoción del resto. Sentíamos el deber de devolverle a esta tierra parte de la generosidad que nos estaba dando.

A partir de ahí fuimos acercándonos a las dunas poco a poco, por unos caminos muy difíciles de seguir ya que competían a veces en importancia y se ramificaban en todas las direcciones, fruto del discurrir de los grandes todo terrenos por la zona. Claro que nuestro Tucson no se amilanó y más de una vez avanzamos campo a través en busca del track. Hasta llegar a una zona elevada desde la que poder observar nuestro entorno y situarnos. Como siempre, en poco tiempo una horda de vendedores ambulantes salieron de la nada hasta encaramarse a nuestra posición y ofrecernos su género. Foto al canto.
Y desde allí al Albergue de Erg Chebbi en unos minutos. Fuimos viendo a nuestro paso más de un lugar donde hospedarnos, pero quisimos llegar hasta el recomendado por nuestro amigo J Luís y la guía, y nunca nos arrepentiremos de la elección. Menos vistoso de cara a la carretera que el resto, al rodearlo dimos con su verdadera fachada, la que daba a la Gran Duna de ese pequeño desierto. Aunque lo de pequeño es solo un decir, al querer compararlo con las extensiones del Sáhara. Y la mayor alegría de haber llegado hasta allí tenía un nombre: Aziz. El encargado. Pero no adelantemos acontecimientos.

Penetramos en el interior de la construcción, hecha exprofeso para las circunstancias del desierto, con estancias abiertas hacia un gran patio interior lleno de vegetación, que aportaba frescor en aquella inmensidad roja. Las habitaciones, después de nuestros calvarios pasados, extraordinarias. Para repetir, y creo que en futuras etapas pasaremos allí dos noches olvidándonos de algún destino más al sur... Así que sin más dilaciones, y gracias a lo corta que había sido la etapa, disfrutamos de una comida exquisita y quedamos con Aziz para dar una vuelta por las dunas tras el postre. Y allí estaba puntual el hombre que nos ha hecho felices; quizás los pilotos más contentos que haya en el mundo con esta montura. Lo embarqué en mi Tucson, y coordinados como los mejores especialistas de una película, salimos los 3 al unísono con nuestras copilotas, encantadas de haber parado en aquel oasis. Primer destino: el lago desde el que os dejamos la primera foto de este reportaje. Era increíble que en mitad del desierto hubiese sendos lagos llenos de agua. Tenemos que volver con más tiempo y bañarnos en su interior.

Sin más miramientos, rodeamos los lagos y giramos hasta aproximarnos al borde de las dunas. Erg Chebbi es un campo de dunas que mide unos 25 km de largo por 5 de ancho, de modo que darle la vuelta al perímetro lleva un rato. Solo TT preparados y no a esas horas de la tarde pueden penetrarlas sin preocupaciones. De modo que fuimos “catándolas poco a poco” bajo las indicaciones precisas de nuestro improvisado copiloto. Yo solo se que Javi y Emilio hablaban de vez en cuando por los walkis, pero apenas me pare a escuchar lo que decían. Todo lo que hacía era escuchar a Aziz y mirar hacia donde apuntaba su mano en todo momento, sobre todo cuando decía “por aquí fuerte, fuerte”. El tucson no bajaba de 3000 rpm en ningún momento, y de pararse nada. era espeluznante notar cómo las ruedas avanzaban entre a arena que intentaba engullirlas, con sumo esfuerzo, mientras el motor aullaba delante y los sentidos se agudizaban para notar cualquier atisbo de atraque. Formaba un solo ser con el coche, y así llegamos hasta una planicie elevada con una casa de nómadas del desierto. Allí Emilio fue engullido, y logramos sacarlo con la ayuda de sus hospitalarios habitantes. Otra experiencia más irrepetible. Que pagamos comprando alguna de las prendas que nos ofrecían. Luego volvimos a saltar a la arena viendo con pavor tras resetear el ordenador lo que se puede llegar a gastar en primera-segunda a esas vueltas. Y anduvimos un buen rato, más de una hora, entre esos ríos ficticios entre duna y duna hasta que Aziz decidió que ya estábamos preparados para atravesarlas, aprovechando la puesta de sol. Y para deleite de nuestros sentidos, que estallaban ya de la emoción de una ruta que jamás habríamos hecho por nosotros mismos, nos elevó hasta una verdadera pista de entrenamiento de dunas donde estuvimos hasta oscurecer probando los coches en la arena. Increíble. De verdad. Increíble.

Ya casi a oscuras, otra sorpresa más: Aparecimos en una aldea de africanos de piel negra, como trasportados a otro lugar, en la que tomamos el te en medio de un verdadero concierto que no olvidaremos en la vida. Ahí quedan las imágenes, de lo que no se puede explicar con palabras. Y nos hicieron arrancar y formar parte de sus danzas hasta ser uno solo con ellos. Estábamos sumergidos por enésima vez ese mismo día en África. Y disfrutamos del momento hasta saciarnos. Allí dejamos gran parte de la ropa y material escolar que llevábamos, nada comparado con la experiencia vivida. Y regresamos a al Albergue Erg Chebbi pasando por Merzouga. Extasiados. Completos. Chicos y chicas coincidios en que acabábamos de dejar atrás el día más espectacular de nuestras vidas. Esperamos repetirlo en breve...
Cenamos, como siempre, cada vez mejor, y a la cama, más tarde que pronto.

Aun así, fuimos capaces de despertarnos por la mañana antes de que saliera el sol, a las 5:45 horas marroquíes. Salimos Úrsula, Javi, Emilio y yo, y cada uno escogió una pequeña colina de arena. Allí nos tumbamos. Nos fundimos con ella. Era fresca a esa hora. Y completamente diferente a la que conocemos en las playas de España. Sin sal, no se pegaba a las manos. No dejaba rastro, más allá de la memoria. Gruesa. Y sobre todo muy rojiza. Capaz de captar cualquier rayo de sol y cambiar su palidez por intensidad. Allí estaba, concentrado, cuando un bereber se aproximó hasta la zona de dunas. Aparcó lejos la bicicleta y se aproximó lentamente y en silencio para no perturbar la paz que me estaba transmitiendo aquel entorno tan especial. Y entonces ocurrió. Los primeros rayos de sol despuntaron por el horizonte, justo detrás de La Gran Duna. Y comprendimos la situación de aquel albergue. Lo que lo hace distinto de los demás. Estábamos viendo amanecer entre dunas. Y los colores a nuestro alrededor, embriagados de aquel silencio, inundaron nuestras almas y nos hicieron parte del lugar para siempre. Apenas pude ver a Emilio a cien metros en su duna particular, con los brazos levantados al sol, esgrimiendo una sonrisa mientras andaba en círculos. Úrsula a cierta distancia, con las rodillas en el suelo, observaba atónita el espectáculo. Y detrás de mi, Javi, en otra duna, también abrazaba aquella luz con los brazos en alto. Los cuatro, con lágrimas en los ojos, éramos las personas más felices del mundo en aquel momento. Compré al bereber un par de piedras que tengo ahora frente mi en la mesa, y estuve hablando con él de la vida en este lugar lleno de contrastes.

Y después de un desayuno en el que intentamos acabar con todas las reservas de gaif de la zona, salimos de Erg Chebbi con la promesa de volver.

 

 

Día 11

Merzouga – Zagora

El día anterior, Aziz, nos había desaconsejado ir hasta Mhamid por las pistas que hacían un arco hacia el sur, ya que solían borrarse continuamente y había por lo visto mucho barro. Así que decidimos ir hasta Zagora haciendo el primer tramo por carretera, y el final por el track. El tramo de carretera discurrió rápido a medida que los paisajes cambiaban una vez más. Gracias a los GPS dimos enseguida con una pista que bajaba hasta toparse con el track, sin dar más de un rodeo, y pasamos por una aldea de casas de adobe que nos hizo recordar cómo se vive en las zonas deprimidas de Marruecos. Lejos del miedo que dan a mis alumnos, un par de bolígrafos y una libreta para los niños eran un mundo. Las fotos hablan por sí solas.

A partir de ahí, una pista rota que nos traqueteó a lo largo de varios kilómetros y horas de hammadas, salpicadas de pequeñas haimas de nómadas, afincadas en lugares inhóspitos. De cuando en cuando, un niño pastor con su rebaño, un paso por oueds arenosos, y muchos, muchos botes. Cuando creíamos que llegábamos a una pista buena, nos dimos cuenta de que la velocidad a la que iban otros TT por ella, era por sus suspensiones y no por su estado... así que despacito y buena letra...

Por fin, llegamos a una zona tan despejada que podíamos conducir a 100 km/h en paralelo sin peligro alguno. Nada mejor para desestresarnos de los baches. Y de fondo: Zagora.

Lo primero: comer. Habíamos decidido dormir allí y descansar, en lugar de bajar hasta Mhamid, dado la hora que era, y no pudimos hacer mejor. Dio tiempo a que desabollaran el cubre cárter de Emilio, a cenar bien cenado, y dar una vuelta por el centro de la ciudad... pero sobre todo, a entrar en el “Corte Inglés Berebere”, donde alguna se gano la fama de “La de los 30 Dirhams”. Mucho regatear, y algún regalo más... Ya estábamos metidos de lleno en el ambiente de aquel país. Mención especial al edificio de gobierno de Zagora, espectacular.
Y por fin, nuestro merecido descanso, en unas habitaciones que sin llegar al nivel de las de Merzouga, estaban bastante decentes para su precio.

 

 

Día 12:

Zagora – Boumalne


Nuevamente, la etapa del día era mixta: Comenzábamos por asfalto y terminábamos por pistas. Así que tras pagar el hotel – albergue y al vigilante del aparcamiento, hicimos una parada en el Corte Inglés Bereber y en marcha. De la parte de asfalto, recordar las valles y sus ríos. Y a pesar de que resulta más cómodo recorrer así un país, porque legas mucho antes al destino, el track es el track, y lo han hecho personas que aman el TT para personas que disfrutan del todo-camino. Y que saben que solo así se llega hasta los paisajes más recónditos de cualquier lugar. Así, lo que parecía un atajo de una pista hacia otra carretera, resultó ser el resto de la etapa. Y vaya etapa.

Subiendo por una pista de piedra que apenas nos dejaba meter la primera, dimos el primer asalto a los 2000 metros. Y por una zona que no mejoraba mucho, penetramos irremisiblemente en el Atlas desde el Sur, hacia paisajes del todo salvajes, dentro de la alta montaña. El cielo acompañaba, y las nubes, que descargaron cerca, sirvieron de telón de fondo para nuestras instantáneas. Que no dejaron pasar las vistas desde la altura a las aldeas a las que luego bajamos, los alojamientos a los que solo unos pocos se atrevían a llegar, y las montañas que nos rodeaban por todas partes. La textura del paisaje era inusual. La altura apenas permitía la existencia de arbolado, y quedaban pocos lugares aptos para una parada a almorzar. Así que escogimos un collado con unas vistas increíbles, viendo sobre la cartografía que era el último lugar solitario que nos quedaba, para comer tranquilos. Y allí repostamos el estómago, viendo pasar a otros aventureros de varios países distintos, en TT armados de tecnología para el desierto hasta los topes. Como la de los 2 alemanes, padre e hijo, que compartieron collado con nosotros. Sobran palabras con esas fotos.

Coronada la divisoria de aquella cordillera, descendimos hacia la cara Norte, más fresca, y con más agua, en la que también nos esperaban unos cuantos críos para recibir caramelos y bolígrafos. Algunos más pillos que los del Sur...

Y por fin, Boumalne; Una ciudad a 1900 mt de altitud, con más de 100.000 habitantes. Todos en viviendas del mismo color ocre, en torno a un río bastante caudaloso. Paramos en un hotel bastante decente, descargamos (algo más que equipaje, si no que se lo digan a Javi y a Nieves) y subimos todos en uno de los Tucson para dar una vuelta a la ciudad. Poco casco antiguo que ver, y mucho barrio del mismo estilo, así que acabamos en el centro enviando una foto desde un cíber... la que abre este tema. Que esperábamos causase tanta expectación como de hecho causó. Y de noche, tras una cena estupenda, la fiesta. Llegaron unos músicos y sin mediar palabra le soltaron a Javi, dándole en todo el gusto, unos timbales, y allí se lió la buena. Bombo (por llamarlo de alguna forma), pandereta (sin platillos), y demás sutilezas e instrumentos acabaron en manos de todos, hasta organizar allí un verdadero concierto interactivo en el que más de une intento alcanzar el Karma... pero no le dejaron...

A medida que avanzaba el virus en  nuestros intestinos, el veneno de este país nos invadía para no dejarnos ya nunca más. Habíamos pasado ya el ecuador de nuestro viaje y apenas nos queríamos dar cuenta. ¿Cuánto debería durar un viaje así para sentirnos saciados..?

 

 

Día 13:

Boumalne – Lagos

Esa noche la pasé bastante mal, y la mañana peor, por culpa del virus dichoso, pero después de darle esquinazo en un inodoro como Dios manda, Gracias a que el Hotel de Boumalne era de lo  mejorcito que pisamos, pude seguir el ritmo del resto del grupo que parecía haberse repuesto ya del todo. La única que no cayó o fue Úrsula, por lo que aún andamos dándole vueltas a qué pudo ser lo que nos aligeró de aquella forma. Pero bueno, dejando que Javi os cuente su particular batalla, que no tiene desperdicio (o si...) yo sigo con la parte oficial de la crónica. Al salir de Boumalne nos dirigimos al Norte hacia las Gargantas del Dades, para ver las distintas Kasbas que franqueaban el valle a ambos lados. Algunas mejor conservadas que otras, pero todas con su estructura típica de 4 torres defensivas unidas por un muro más o menos decorado, pero todo en el color tierra que les permitía fundirse con el entorno. Pero casi más imponentes que esos castillos, eran los cortados por los que discurría la carretera en la primera parte de la etapa. Unas veces por arriba y otras veces abajo encajonados, fuimos disfrutando del paisaje. Pero pronto decidimos dejar de lado la parte de rambla por el bien de nuestros cubrecárter. Que de no haber sido de hierro habría sucumbido en los primeros 500 mt. Después, y como casi siempre, pista marroquí, abriéndose paso entre aldeas pobladas de niños que nos rodeaban pidiendo caramelos, y brindándonos de nuevo a los ojos lo más inhóspito de su geografía. Qué distinto es hacer una viaje guiado de otro adentrándote en el corazón de un país. Y Marruecos está en su momento para hacerlo sin miedo alguno.

Comimos de nuevo de picnic ya que por aquella zona poco había donde elegir, en un collado en el que tocamos el punto más alto de la ruta: los 3000 metros. Un refugio de piedra semiderruído hizo las veces de corta-vientos, aún con restos de nieve.

Tras algún vadeo, entramos en una zona de alta montaña en la que nos llamó la atención una pista que acababa a dos kilómetros sin más, seguida de un cartel de cuevas. Y no nos equivocamos. Allí, surgido de la nada, un pastor nómada nos encontró y guió hasta una bella cueva precedida de una cascada multicolor, a la que tendremos que volver con más luz. También por aquella zona de más umbría encontramos restos abundantes de nieve. Una semana antes todo aquello habría estado lleno. Al bajar de nuevo a la civilización, nos dimos cuenta de que hay pueblos en los que no se debe parar a dar nada, precisamente aquellos en los que menos necesidad hay, ya que se convierte casi en una obligación que de no cumplir puede generar situaciones peligrosas ante la avalancha de críos sobre los coches en marcha.

Y al final de nuestro recorrido, llegamos a Imilchil. Nos llenó tan poco visto lo visto que sin parar seguimos hasta el primero de los lagos, el Tislit. Allí había un edificio en forma de Kasba en el que entramos para ver qué tal estaba para alojarnos, y en contra de lo que sugería por fuera, la habitación que nos prepararon para los seis era muy aceptable, así que una vez más la ocupamos con aprobación unánime. El lago era espectacular, rodeado de picos con más de 2600 mt de altitud. En ese entorno y a golpe de pico, desabollamos mi cubrecárter, que ya golpeaba sobre el motor y producía una molesta vibración. Allí los que pudieron cenar, disfrutaron de una tortilla de patatas mejor que las que hacemos nosotros, y de la típica ensalada. Yo disfruté de las últimas molestias estomacales mientras oteaba las fotos de la jornada.

Al amanecer volvimos a despertarnos casi por costumbre a hacer las primeras fotos del día, y nos acercamos a ver el lago gemelo, el Islit, más espectacular aún si cabe, al estar rodeado por picos ya de más de 3100 metros aún nevados. Aprovechando la tranquilidad propia de estas horas disfrutamos antes de emprender la siguiente etapa.

 

 

Día 14:

Lagos – Cascadas de Ouzoud


Al principio puede parecer que un viaje de tantos kilómetros, debe resultar agotador. Pero lo cierto es que cada día nos enfrentábamos a una etapa nueva con tantas ganas por ver los sitios por los que pasaríamos, que el cansancio no tenía lugar entre nosotros. El coche echaba a andar solo, los walkis a funcionar, y nosotros a procesar todos los paisajes que iban pasando ante nuestros ojos. Queríamos más y más. Porque aquello era fantástico.

A medida que avanzábamos, esta vez hacia el litoral en dirección Noroeste, los verdes prados que habíamos visto al comienzo del viaje por el Rif, tomaron todo el ancho de los parabrisas. La etapa hacia las cascadas fue entera de carretera, ya que volvíamos a salir del track que me pasó Juan Quijano, y desde casa, yo solo me había atrevido a planear rutas sobre el mapa de Michelín, ya que no se trataba de hacer probaturas a tantas distancia de casa. Y dicha carretera repetía el canon de las  anteriores: estrecha pero con un asfalto tan nuevo como rugoso. Se nota que el cáncer de nuestras vías son los enormes tráiler  que por ahora en Marruecos no abundan.
Esta vez comimos como siempre, de campeo, pero el una camino ciego que salía de la carretera, donde alguna aprovechó para darse una vuelta en busca de burros.

Volvimos a toparnos con cosas que nos hicieron parar el coche, como una ladera llena de cactus a modo de enormes cojines, de ralos pinchos. O un gran embalse donde las chicas volvieron a practicar el baile del Habibi. Todo, menos pasar desapercibidos. Recuerdo que en plena actuación, volvió a salir de la nada un paisano con una bolsa en nuestra dirección. Hartos ya de fósiles y pedruscos, vimos con indiferencia cómo se paraba delante nuestra y hacía el ademán de mostrarnos su mercancía. Será marrón, será verde... metió la mano y para nuestro asombro (no faltó el grito, en serio) sacó un pescao del tamaño de una paellera y nos lo ofreció. Repuestos de la sorpresa, nos reímos agradecidos y diciendo... ¿Cómo vamos a asar eso? La verdad es que de no ser porque los peces de embalse saben tan mal en España, lo habríamos tostado aunque fuera en el camping gaz...

Nada, seguimos alegres y contentos de llegar al final de la etapa tan pronto, cuando noté que la rueda delantera izquierda flaneaba, y viendo que la carretera no estaba precisamente desierta, decidí apurar al máximo y parar unos kilómetros después. Nunca se sabe... y qué mala pata pinchar a cinco km del final de un trayecto, y en un asfalto tan bueno. En fin, que cambiamos la rueda, le hicimos la reparación rápida para no perder tiempo de talleres con los cordones de Vivilix, y vestimos a más niños con los restos de existencias. En cinco minutos estábamos en las Cascadas.

A ambos lados de la carretera, tiendas, albergues, hoteles, y gente en busca de propinas. Era un lugar turístico, especialmente para marroquíes, ya pasada la semana santa. Y paramos en un pequeño aparcamiento. Se nos arrimó un marroquí y como no teníamos muy claro dónde estaban las cascadas accedimos a que nos acompañase. Tampoco había que calentarse mucho la cabeza: río abajo. Entre olivos bajamos por una vereda hasta un majestuoso precipicio en el que de haber llegado antes habríamos permanecido horas contemplando el espectáculo; al menos, pillamos los últimos rayos de sol directo, lo cual valió la propina de 10 dh por cabeza que nos cobró el aprovechado. Y allí pasamos el resto de la tarde, subiendo y bajando terrazas llenas de monos con vistas a las cataratas. Otro lugar al que hay que volver. Al final, cenamos en una de la terrazas, de espaldas al romper del agua, y aprovechando que los estómagos habían vuelto a asentarse. Y mucho más barato de lo que el lugar podría indicarnos. Ahora, lo mejor fue la ida desde el restaurante hasta el camping (del hermano del dueño) a oscuras, pues todas las callecillas de la ladera de las cascadas carecían de alumbrado más allá del de la carretera que iba por arriba. Al menos se prestaron a acompañarnos son más propinas... Y el camping... como todos los campings en los que estuvimos. Claro que, para dormir en el dormitorio del coche el mayor problema se limitaba a sujetarle la lona a las chicas cada vez que necesitaron agacharse en busca de fósiles. Porque el retrete... seguía siendo como todos los retretes en los que habíamos estado. Pero atrancado.

 

 

Día 15:

Cascadas – Rabat

Por la mañana estuvimos asistiendo a un curioso número, a la par que recogíamos el equipaje de las plazas delanteras y lo volvíamos a colocar en el maletero, una vez deshinchado el colchón sobre el que dormíamos. Y es que, el atrancado retrete que nos pillaba a cincuenta metros de nuestra posición sin ningún obstáculo que lo tapara, parecía haber roto aguas. Y no debía haber muchos más en el recinto. Porque vimos pasar por la puerta un verdadero destacamento de campistas. Y todos repetían el mismo ritual. Llegaban con el paso ligero del que no quiere que le quiten un tesoro, por fin desocupado, pensaban, a primera hora de la mañana. Asían la puerta con energía como diciendo “¡me lo pido!” y acto seguido se quedaban petrificados en el quicio sin saber qué hacer. Marruecos es el país en el que siempre hay alguien mirando. Quedaban dos opciones, una vez desestimada la de hacérselo encima: arremangarse en la acequia que rodeaba el camping, o meterse allí dentro y cerrar la puerta. Ya era inútil tirar agua con el cubito de rigor, salvo que quisiéramos hacer rebosar el río de la vida. Y en esa tesitura pudimos ver a no menos de diez campistas el rato que tardamos en desayunar. No hubo ni uno que pasase sin pensárselo antes al menos treinta segundos. Allí, parado, con la mirada baja, pero diciendo “¿qué hago yo mirando esto?” “¿Qué hago?” ¿”Cago?” Evidentemente, nosotros volvimos ha hacer uso de nuestra lona azul.

Y con esos recuerdos nos fuimos del camping de verdes eucaliptos, y emprendimos la última etapa que discurriría enteramente por tierras marroquíes. No teníamos ni chispa de ganas de volver a casa, quién lo diría.

Hasta Rabat nos guiamos con las señales de tráfico casi por primera vez en nuestra aventura. Y llegamos sin problema. Casi mejor de como yo había previsto sobre el mapa. Y nos volvimos a adentrar en las calles de una ciudad moderna y bulliciosa. Lo primero fue como de costumbre buscar el hotel, y aunque alguna quería darse el lujo de la última noche, después de ver ocupado el más caro de la zona centro, decidimos meternos en  uno cuyo único problema eran cuatro pisos de escaleras, pero cantando se hacían pronto. ¿Cantando? Sí, cantando. Habría que escribir un capítulo entero con las profesiones que ponían Javi y Emilio cada vez que rellenaban la hojita de entrada en un alojamiento, pero resumiré mencionando alguno de ellos: Capador de cerdos, Arquistesto, Astronauta, Torero, Secretaria... hoy tocaba Cantante. Y como me pareció que era lo menos disparatado que se había puesto hasta la fecha, decidimos ser cantantes. Y cantando entramos con las maletas hasta que por el tercer piso solo se escuchaba el silbato del recepcionista.

Segundo paso: Comer. Por primera vez, en un sitio de comida internacional, aunque poco gustó la interpretación de los espaguetis con cilantro. Bueno, es que a todo le ponen cilantro y a esas alturas... por cierto ¿Alguien recuerda cómo se dice cilantro? Es para la próxima vez...

Después cogimos el coche y fuimos de visita por Rabat: La Cellah, el primer asentamiento de la ciudad, de origen romano, es tan bonito y curioso como podéis ver en las fotos. Allí se mezcla lo romano con lo árabe como no se ve en ningún libro de Historia del Arte. Luego al Mausoleo de Mohamed V, abuelo del actual monarca, donde se puede ver una demostración de poder y buen gusto que no hace sino contrastar con la pobreza de algunas regiones. Uno de los contrastes y contradicciones que el marroquí asume y que a nosotros nos choca. Aun así, no podemos negar su belleza. Y para terminar, la Medina, donde Javi se atrevió con un bocadillo de hígado y longaniza de vaca con cebolla, tremendo, por solo 1 Dh. Nada que nos quitase el hambre en el último restaurante, donde comprobamos la calidad del pescado marroquí. En fin, qué contar. Más y mas sensaciones para llenar el álbum y hacernos más penoso si cabe el adiós a este gran país. Paseo nocturno, y a dormir, para la última de las etapas.

 

 

Día 16:

Rabat – Tánger – Algeciras.

Como ya estaba el cuerpo enseñado a hacer, nos levantamos muy temprano, cargamos, pagamos al guardacoches sus 10 dh de rigor, y salimos de Rabat en dirección Tetouán Autopista de peaje. Casi sin tráfico. Velocidades inconfesables, y cerca de la salida de hacia carreteras secundarias, a Javi se le ocurrió la estupenda idea de navegar por Tánger. Yo la última vez que lo hice, había sido en el Ibn Batouta, en un trayecto de más de 4 horas bordeando la costa marroquí hasta Algeciras. Pero llamamos a J Luís y nos resolvió la papeleta. Más barato y más rápido, de modo que de cabeza a Tánger. Lo cual solo suponía seguir la autopista.

Llegados a Tánger, cuidad también moderna y bulliciosa, pudimos incluso pasar por la Hyundai antes de embarcar, para darnos una sorpresa: las defensas y estribos tan chulos que se venden allí para nuestro coche. Pero tela de caros... y como allí no se podía regatear, seguimos nuestro camino al puerto.

La aduana y al embarque habrían sido fugaces de no ser por la mala costumbre de los que aparcan en la cola de embarque dejando el coche mientras hacen los papeles; esperemos que al menos el que nos tocó o repita. Y así, como en volandas, de una parada en otra, nos encontramos en el barco sin apenas darnos cuenta. La misma inercia que nos había hecho madrugar día tras día, tragarnos un montón de kilómetros sin rechistar, nos había sacado del país en un periquete. Una etapa tan rápida, que a la hora de comer estábamos en casa de José Luis tras recorrer casi 400 km y cruzar el charco.

En casa del amigo más hospitalario que tenemos, disfrutamos de su familia y de un pollo asado muy particular (rebozado). También nos dio tiempo a despertar a javi de la siesta dos veces, a base de chapuzones, y de contar, entre bromas y palabras nostálgicas, parte de lo que habíamos vivido. Casi nada, como está ocurriendo entre estas líneas a pesar de lo que pueda  parecer.

Y es que Marruecos nos ha dejado un veneno, cuyo antídoto solo se nos puede administrar cuando regresemos. Sus paisajes. Sus gentes. Las sonrisas. Sus olores. Sus sonidos. La arena de las dunas. Y el discurrir del viajero en un mundo que es todo movimiento, en el que no te puedes parar, porque el ritmo te empuja de un lugar a otro. Aun con lágrimas en los ojos, solo me queda decirte una cosa: Africa, muy pronto volveremos a vernos.

 

 

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